Por: Alejandra López Martínez

La semana pasada, un hallazgo aterrador sacudió a una sociedad que parecía haber normalizado la violencia durante casi dos décadas: la existencia de un campo de exterminio operado por el crimen organizado. Fueron las colectivas de madres buscadoras quienes, con su incansable labor, descubrieron pertenencias, zapatos, restos humanos, armas y hornos crematorios. Para muchas de ellas, este hallazgo significó una respuesta sobre el paradero de sus seres queridos, pero no una que trajera paz, sino indignación y rabia.
La presencia y el poder del crimen organizado en México se hicieron evidentes en 2006 con la llamada “Guerra contra el Narco” de Felipe Calderón, aunque su influencia ya llevaba años fermentándose. Poco a poco, los cárteles comenzaron a manipular elecciones y a someter a gobiernos municipales. La violencia desatada no fue el origen del problema, sino el síntoma de una descomposición social profunda. Han pasado tres sexenios y el país no ha logrado revertir esta tendencia. A las masacres que han marcado a innumerables comunidades, se sumó el horror de las desapariciones forzadas, cuyos patrones ahora parecen más claros: las víctimas son ejecutadas en la clandestinidad, sin que sus familias tengan siquiera la certeza de dónde yacen sus restos.
El negocio del narcotráfico ha evolucionado. Ya no se trata solo de drogas, sino también de tráfico de armas, trata de personas, extorsión, robo de combustible y secuestros. El crimen organizado se ha vuelto altamente rentable en un país donde el Estado de derecho es una ficción.
Desde 2006, se ha hablado de México como un “Estado fallido”, es decir, un país donde el gobierno ha perdido el monopolio legítimo de la violencia, como lo definía Max Weber. Existen regiones controladas por el crimen organizado, con autoridades locales sometidas o cómplices, como quedó evidenciado en las detenciones realizadas durante el Operativo Enjambre, encabezado por Omar García Harfuch. Hoy, en 2025, el hallazgo en Teuchitlán no solo exhibe la barbarie del crimen, sino también la omisión y colusión de las autoridades que permitieron durante años el funcionamiento de un centro de exterminio.
Este fin de semana, la ciudadanía colocó veladoras y zapatos en el Zócalo como acto de protesta ante la indiferencia gubernamental. Exigen justicia, pero también respuestas: ¿cuántos más existen? ¿Dónde están? ¿Qué hará el Estado para desmantelarlos y evitar que sigan operando?
Minimizar este hallazgo sería un error estratégico para el gobierno de Claudia Sheinbaum. La historia reciente nos lo recuerda: hace casi 10 años, el 26 de septiembre de 2014, desaparecieron los 43 normalistas de Ayotzinapa. El gobierno de Enrique Peña Nieto intentó deslindarse, trasladando la responsabilidad al gobierno municipal de Iguala, José Luis Abarca Velázquez, y al entonces gobernador de Guerrero, Ángel Aguirre Rivero, del PRD. Sin embargo, el caso se convirtió en una sombra que persiguió a su administración hasta el final.
¿Habrá aprendido el gobierno de Sheinbaum de aquel error histórico? ¿O permitirá que este horror deje una marca indeleble en su administración?