La Armadura

Había una vez un lejano país europeo, una princesa que vivía muy contenta en compañía de sus padres y hermanos.

Cierto día, la reina le pidió ayuda a su hija Alejandrina para organizar una fiesta en honor a los caballeros del reino. Debía arreglar el salón, mandar invitaciones, contratar bufones, músicos danzantes y no sé que tantas cosas más, propias de la preparación de un banquete real.

A la princesa Alejandrina le extrañó un poco esa petición, pues generalmente son las reinas las encargadas exclusivas de organizar dichos festejos.

La fiesta se llevó a cabo. Y al día siguiente, la reina le pidió a Alejandrina que le acabara de terminar el favor.

_ -Pero si sólo soy tu hija, no soy la reina- pensaba ella para sus adentros. La princesa tenía razón, no es que se negara a ayudarle, sino que en su fuero interno ella sabía que para hacer lo que su madre le solicitaba primero tendría que ser reina.

No sé qué poderes mágicos tienen todos los reyes y reinas que siempre convencen a todo el mundo y se salen con la suya. La madre de Alejandrina no fue la excepción.

Acabó cansadisima, eso era lógico: arreglar y cargar mesas, sillas, candelabros era demasiado.

Hay tareas para reinas y las hay para princesas, éstas no cansan tanto. Pero las tareas exclusivas de reinas, cuando las hacen sus hijas, realmente agotan a cualquiera.

Pasó el tiempo, y la soberana le volvió a solicitar a la princesa su ayuda. Alejandrina accedió de nuevo, una y otra vez, tantas veces lo hizo, que ella misma empezó a creer que la obligación le pertenecía sólo a ella; y más de una vez, cuando se veía en el espejo, creía que estaba viendo a su propia madre, con todo y corona.

Hasta dónde llegó la imaginación de la princesa que empezó a hablar y a caminar igualito que la reina.

Un buen día, cuando Alejandrina estaba muy cansada, se le ocurrió una idea. < Así que fue con Giorgio, el honorable sastre del reino y le ordenó que le hiciera una armadura  digna de una reina para no sentir tanto peso.

Giorgio tuvo que hacer diferentes aleaciones hasta que finalmente se la entregó.

Cuando la princesa la vio dijo: < No es precisamente la armadura más bonita que hay en el reino. >

Parecía tosca y poco práctica, pero cuando supo que tenía la ventaja de que, al ponérsela, cualquier peso sobre sus hombros se reducía a una cuarta parte, se animó.

Durante los siguientes años, la jovencita se encargó prácticamente de todo en el reino, hasta que un día, después de una ducha caliente y a pesar de las esencias, aceites y perfumes del baño al ponerse la armadura se dio cuenta de lo maltratada que estaba la piel de su cuerpo. Y obviamente, esto ya no le agradó tanto. Además, con el paso del tiempo, la armadura le parecía cada vez más pesada.

Los beneficios de ser reina cuando no debía serlo, habían desaparecido, justo ahora (alrededor de los 20 años) que ya debía empezar a pensar en serlo. Habló con sus padres sobre el asunto, pero nada cambió.

Casi sin ganas, fue a visitar al sabio del reino. Él la recibió con sorpresa y con un fuerte abrazo. Alejandrina le confesó lo cansada que se encontraba, lo fea y estorbosa que estaba su armadura, aunque el sabio le preguntó: ¿para qué quieres esa armadura? 

La princesa le contestó: Para poder realizar con menor peso todas las cosas que mi madre no hace; como ordenar el salón de fiestas, cuidar a mis hermanos.  

-¿ No es obligación exclusiva de la reina? – preguntó el anciano.

– Sí – contestó la muchacha, pero ella me pide que le ayude.

– Y ¿quién hace los trabajos exclusivos de la princesa?

Alejandrina se quedó pensando un largo rato…

– Nadie, nadie los hace – contestó.

El sabio ya no preguntó nada.

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