Por: Alejandra López Martínez

Probablemente llegué muy tarde al trend, pero apenas vi la serie The Last of Us en Max y me sorprende no haberlo hecho antes, porque me encantan los zombies.
Los “muertos vivientes” son seres fascinantes: son solo cuerpos parasitados por una entidad —en la serie, un hongo cordyceps mutado— que no busca más que propagarse. A los zombies se les despoja de cualquier humanidad previa, por eso es más fácil para Joel (Pedro Pascal) eliminarlos, aunque hayan sido personas cercanas o incluso niños. Además, existe aún la controversia sobre si pueden desarrollar habilidades superiores a las que tenían en vida: correr más rápido, ser más fuertes, escalar o incluso agudizar o recuperar sentidos como el oído.
The Last of Us es una serie de fantasía distópica en la que Joel y Ellie deben enfrentarse a un mundo apocalíptico. Los enemigos no son solo los infectados, sino también el gobierno, la resistencia y otros grupos que prefieren vivir al margen de ambos. Este mundo pandémico, además de recordar en ciertos aspectos a lo que vivimos con el COVID-19, revela algo esencial sobre la naturaleza humana: la relatividad de la ética en la toma de decisiones.
El profesor Christopher Robichaud, de Harvard, da una clase sobre liderazgo en crisis mediante una simulación del apocalipsis zombie, basada en el librazo Guerra Mundial Z, cómics y videojuegos. Una de las lecciones más valiosas de esa clase es que nuestro criterio moral cambia en momentos críticos (relativismo moral de Kant). Las decisiones deben tomarse de forma rápida y práctica, por lo que las consideraciones éticas que normalmente guían nuestra vida pueden no aplicar. Eso ocurre en The Last of Us: el protagonista es un antihéroe, un mercenario que ha matado a cientos de personas, tanto infectadas como sanas, sean del gobierno o de la resistencia. Su único objetivo es sobrevivir, y bajo esa lógica, cualquier fin justifica los medios.
Sin embargo, en medio de la distopía, del estrés postraumático y del escaso descanso, Joel y Ellie —una adolescente de 14 años— encuentran tiempo para reír, jugar, bromear y darse espacio para la ternura. Nos recuerdan que, al final, si algo nos mantiene humanos, es eso.
Vivimos en un México —y un mundo— cada vez más distópico pese a haberse ya recuperado de una pandemia. ¿Nuestras decisiones, y las de nuestros líderes, tenderán a volverse menos éticas y más prácticas? ¿Eso nos conviene? ¿Tenemos las habilidades para sobrevivir un apocalipsis zombie o seguiremos pensando en que necesitamos más stock de papel de baño?